5.25.2011

Carnaval: baile, cerveza y tradición

Texto y Fotos: Alejandra Crail

Todo estaba en movimiento. Vendedores de algodones, de juguetes, globos, chicharrones y cervezas -sobre todo vendedores de cervezas- comenzaban su rutina anual en el segundo sábado de cuaresma. Uno de los fines de semana en el que en San Francisco Tlaltenco se vende como nunca.

Del otro lado de Avenida Tláhuac corre apuradísima una jovencita con un vestido color rojo. Trae un peinado estilizado: una respingada cola de caballo que no deja ver ni un pedazo de su cráneo. Los rulos que caen del amarre brincan sobre sus hombros en cada paso que da.

Frente a la iglesia del pueblo perteneciente a la delegación Tláhuac, esta joven se reúne con otras más que también visten el mismo atuendo. La prisa se agrupó entre ellas y paso tras paso se adentraron en la calle Benito Juárez.

Entre las calles de Tlaltenco se alejaron las jóvenes de los vestidos rojos, en su lugar dejaron resonando una música pegajosa, repetitiva y alegre conocida como “música de Chinelos”.

La elegancia, la música, el baile, la vendimia y la cerveza son detalles que resaltan durante cuatro semanas de carnaval en los pueblos de Tláhuac.

Los integrantes del “Club”, una organización ciudadana que participa en este carnaval, recorren las calles del pueblo sin dejar de danzar.

Las damas vestidas de rojo van acompañadas de sus charros. Charros que portan trajes tradicionales, varios bordados en oro, con botas de tacón que dejan los pies hinchados al final del trayecto.

Dos bandas se distribuyen entre los participantes, pues son tantos que con una sola banda habría quienes no escucharían la música y se arruinaría la coordinación de la comparsa.

El carnaval recorre literalmente todo el pueblo y también todo el pueblo, textual, realiza la caminata por cada una de las calles.

Al principio de la comparsa viajan los animadores: un grupo de ciudadanos disfrazados de los Locos Adams que gritan constantemente “¡Qué viva el Club!” o “¡Somos pobres pero honrados!”.

Entre ellos se observa la figura policial. Un joven que podría fácilmente ser confundido con “la autoridad” si es que no se ve la botella de tequila que trae en las manos. Él es uno más que se encarga de animar a los visitantes, de los que invitan e incitan a todos los acompañantes a bailar al son de la música.

Atrás vienen los charros y las damas acomodados como en la primaria: en una fila de hombres y una de mujeres. No se tocan al bailar, coquetean de lejos; de vez en cuando se toman de las manos, viran a un lado y al otro, zapatean, sudan por el flameante sol de las tres de la tarde, no conversan entre si porque se les acaba el aire, los semblantes indican concentración.

Todo este movimiento de piernas, de cuerpos es el antecesor del gran final. La próxima reina del carnaval danza sobre un carro alegórico, porta un vestido exuberante y una sombrilla que combina con su atuendo para no quemarse con el sol.

La caminata continua entre baile, cerveza y uno que otro descanso en casas de personas que les ofrecen a los danzantes un poco de comida, refresco o un buen tequila para tener con qué terminar el recorrido.

El desenlace, aunque sólo de la marcha, ocurre en la plaza principal del pueblo. La antigua reina le ofrece, humildemente, la corona a la nueva, quien se alza triunfante entre los aplausos de los observadores.

Ella continúa sobre el carro alegórico. Los charros y las damas rompen filas y se destinan a divertirse o simplemente descansar.

La juerga sigue, la banda toca, la cerveza se sigue vendiendo. El carnaval no tiene hora final, termina hasta que la gente quiere que termine, de todos modos es eso una fiesta, un carnaval.

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